La Pasión de Cristo en torno a las Murallas
Cae la tarde. El viento de Gredos atraviesa el Valle Amblés y acaricia el promontorio donde se asienta la ciudad milenaria. Los vencejos trazan en el aire su danza negra y precisa. Hay un leve rumor de palabras expectantes, de respeto silente. Las miradas se cruzan al sentir, a lo lejos, un tambor. Es primavera en Ávila.
Los abulenses y quienes visitan la ciudad, contagiados por el misticismo pétreo del lugar donde abrió los ojos Santa Teresa de Jesús, esperan pacientes a que se agolpen los recuerdos y los anhelos, o aguardan a conectar con la raíz de una tradición que es pilar de una cultura que discurre por cinco siglos.
Ávila muestra durante diez días -del Viernes de Dolores al Domingo de Resurrección- su faceta más honda que, como toda expresión de una sociedad abierta, esconde en su interior múltiples caras. Ávila ofrece la oportunidad de verter promesas, aflorar lágrimas y hacer germinar el regocijo en procesiones austeras y sobrecogedoras, y en estaciones de penitencia con aromas de fiesta, marchas de corte triunfal, bordados, palios y aplausos. La ciudad salta los muros del tópico para hacer testigo a sus Murallas de la esencia y la evolución del arte, el sentir y la fe del pueblo en la Semana Santa.
Ávila tiene un faro, la torre de la Catedral, y un espigón circular de piedra dorada y viva contra el que se baten las olas de un mar de nazarenos, cirios y bandas que durante una semana, la Semana, anuncian el Martirio del Hijo de Dios y proclaman Su Resurrección. Unos días clave del calendario, perfectos para captar el alma de una ciudad que mira incesantemente al cielo desde su sólido trono granítico, y quizás también para reencontrarse con uno mismo en el tiempo en que la Vida vence a la Muerte.